Una adecuada comprensión de las complejidades que implica la relación texto-música es fundamental para un director de coro. Dicha relación se ha planteado como una pugna permanente a lo largo de nuestra historia musical, con distintas aproximaciones y resultados. Parece tan natural tomar un texto y ponerle música. Sin embargo, cualquiera se puede preguntar: ¿por qué no dejar tranquilo a un texto?; ¿por qué querer “completarlo” con música como si desde la perspectiva de su creador él no estuviera ya completo en sí mismo? ¿O tenían razón los compositores y poetas románticos que creían que bastaba declamar varias veces un poema para que aflorara la música contenida en él?
El idioma oral o escrito, despojado de su carga semántica, es sólo sonido. Quien no sabe el significado de las palabras “alebrije” o “inmarcesible” pues no posee el secreto del código semántico, se encuentra frente a una conjunción de sonidos que nada “quieren decir”. Primero el idioma es sonido y para que un sonido se haga palabra significativa, se necesita una convención, un acuerdo sobre un código, lo que considerando los cientos de años que se requieren para lograrlo, hacen que la aventura cultural de conformar un idioma sea uno de los misterios más insondables y apasionantes en el desarrollo de la humanidad.
Frente a un texto, un director de coro debería estar consciente de las diferentes situaciones que se pueden presentar:
La música con relación al contenido es “interpretativa” del texto. Esta “interpretación” (no confundir con ejecución), supone conocer el afecto básico de un texto: triste, serio, solemne, alegre, apasionado; es decir, las estructuras musicales, además de su propio sentido, serían capaces de traducir esos afectos y emociones y así se empezó a pensar en el Renacimiento y se afirmó en el Barroco. Pero la música también se puede detener en líneas o palabras en particular y escudriñar los afectos contenidos en ellas. Ya en el siglo XV aparecen ejemplos de una preocupación de los compositores por tratar ciertas palabras con recursos musicales que se consideraron adecuados de acuerdo a convenciones que se fueron haciendo comunes. En un motete de los siglos XV y XVI, el uso de una tercera mayor contrastada a una tercera menor, cuando cada uno de esos intervalos comenzó a vincularse auditivamente a un atributo particular del texto, generó una asociación hasta hoy vigente, entre un gesto musical puro y una connotación extramusical, trasladándose esto posteriormente a la música instrumental.
En los siglos XVI y XVII, con el auge del Madrigal, poema lírico pleno de afectos, estas maneras musicales empiezan a usarse de forma tan consistente que para describirlas se acuña el término “madrigalismo” o “pintura de palabras”. Un ejemplo recurrente es la descripción del dolor, en el Renacimiento y el Barroco, con cadenas de segundas menores descendentes. Igualmente, un intervalo de cuarta justa ascendente resulta fuertemente vinculado a situaciones asertivas (por ejemplo, el inicio de muchos himnos patrióticos). De la misma forma, el gesto melódico ascendente o descendente “pinta” la resurrección o la sepultura, respectivamente, lo que se refuerza con el uso de armonías mayores y menores o dinámicas para establecer los contrastes de las imágenes contenidas en un texto.
En relación al contenido del texto, la música puede ser simplemente “decorativa”. Hay expresiones tan poco representables como “la Santa Iglesia Católica” o “engendrado y no hecho, consustancial al Padre”, en textos sacros; o “el pasado estío”, “aquí verdece la pradera”, “tu piel nacarada”, en textos seculares. Ninguna de ellas admite recursos musicales ya “inventariados” sino construcciones libres o fórmulas abstractas.
El contenido del texto es representado a través de la dimensión gráfica de la notación o a través de simbolismos numéricos. Cuando un texto contiene imágenes específicas y por su dificultad en traducirlas musicalmente o porque no existe el propósito del compositor de hacerlo, ellas pueden ser abordadas a través de juegos visuales. En el caso de la gráfica, los resultados serán fundamentalmente percibidos por el análisis de la partitura pero estarán en principio ocultos al oído. Ejemplo: en Bach, un cruzamiento de líneas contrapuntísticas empleado para la palabra “cruz” puede observarse como el “dibujo” de una cruz en la partitura pero no se supone que deba escucharse. Igualmente, existen simbologías numéricas que ya estaban presentes en la polifonía medieval.
La estructura del texto influye en la construcción formal de la música. En este caso, el texto revela una disposición de sus partes que incita a la adopción por parte del compositor de procedimientos formales musicales. Es el caso del Kyrie o del Agnus Dei en una misa. En el Kyrie hay una disposición tripartita del texto con reiteración al final del primer enunciado: Kyrie eleison (Señor, ten piedad), Christe eleison (Cristo, ten piedad), Kyrie eleison (Señor, ten piedad). Será frecuente que la música destaque esa conformación del texto, usando material contrastante para la sección media (Christe) y reiterando el material, en forma literal o variada, en la sección final (repetición de (Kyrie). Es decir, es un esquema ABA del texto, que podría traducirse en un ABA en la música.
El Agnus Dei qui tollis peccata mundi (Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo), también tiene una disposición tripartita, pero diferente al caso anterior. Es el primer enunciado del texto el que se repite (Agnus …), abriéndose a una idea distinta en la súplica final: dona nobis pacem (danos la paz). En este caso es un AAB del texto, que podría dar lugar a un AAB en la música.
Todo lo anterior es sólo un enunciado superficial de un tema muy complejo que implica grandes desafíos para todo intérprete que deba enfrentar un texto. Agréguese a esto que existen notables discrepancias entre los compositores, lo que queda bien reflejado en los extremos del péndulo histórico: a la afirmación de Monteverdi en el siglo XVII, “primero la palabra y después la música”, se contrapone la de Mozart en el siglo XVIII, que consideraba que la palabra debe ser hija obediente de la música.
Para una comprensión exhaustiva de una partitura coral, un director no puede eludir los aspectos reseñados. Esto, unido a aspectos fonéticos, de dicción y articulación y al análisis y manejo de los elementos del lenguaje musical (alturas, texturas, ritmo, tempo, timbre y dinámica), es lo que el director debe transmitir a los integrantes de su coro y a los auditores, configurando así una experiencia musical colectiva que será rigurosa y gratificante.